The Eye

La habitación permanece en penumbra, iluminada solamente por la tenue luz que entra por la ventana, procedente de una farola al otro lado de la calle Magnolia. Una figura se dibuja a duras penas encima de la cama. Castiel Leblanc permanece una noche más en vela, observando las manchas de humedad que afean el ya de por si horrible papel pintado. Por más que lo intenta, no puede quitarse aquellas horribles imágenes de la cabeza, la sangre, los pedazos de carne que hasta tan solo unas horas antes había sido su mujer, etc. Rememora una y otra vez aquel día, torturándose por no haber hecho nada para evitarlo. En el silencio de la habitación, solo interrumpido por el sonido de una lejana sirena de policía, Castiel se sume en sus recuerdos para rememorar, una vez más, aquellos horribles momentos.

La mañana comenzaba tranquila, como cualquier otra. El despertador sonó y Castiel, algo adormilado, observaba la pantalla intentando descifrar los números rojos sobre fondo negro. Las cinco de la mañana. Aun que aun muy temprano, ya era el momento de comenzar a prepararse para ir al trabajo.  Castiel se giró para darle un cariñoso beso de buenos días a su esposa. “Buenos días, preciosa. ¿Quieres un café?” a lo que ella le respondió con una sonrisa y un asentimiento, antes de volver a sumirse en sus sueños.  Aun un tanto perezoso, Cass se levantó para meterse en la ducha. Veinte minutos más tarde, estaba saliendo por la puerta en dirección a su trabajo en el periódico local.

Otra vez lo mismo. Por más que lo intentaba, no conseguía recordar nada más hasta estar sentado en su coche, en dirección a su casa ese mismo día. Recordaba el terrible tráfico, las luces de la ciudad iluminando el anaranjado cielo nocturno, el trayecto de siempre, etc.

Cuando llegó a casa, no se esperaba lo que estaba a punto de pasar. Sacó las llaves y abrió. No había luz en ninguna parte de la casa, a excepción del dormitorio, le resultó algo extraño pero buscó una absurda explicación que le resultase lógica en ese momento. Fue a la cocina, cogió una cerveza y subió al dormitorio. Justo antes de entrar, se percató del olor. El nauseabundo olor de la muerte suspendido en el cargado ambiente. El aire caliente que recorría esos días de verano el barrio de Inglewood y la humedad, la maldita humedad, habían hecho que lo que se encontraba al otro de la puerta comenzara a desprender el insoportable olor a putrefacción.  Su corazón comenzó a latir a una velocidad alarmante; estaba preocupado pero, al mismo tiempo, paralizado por lo que pudiese encontrar. En un acto de valentía, se decidió a abrir la puerta y a cruzar el umbral, dispuesto a saber. No daba crédito a lo que veia. El suelo de la habitación desprendía el brillo carmesí de la sangre y, sobre la cama, descansaba lo que solía ser el cuerpo de su esposa, descuartizado y vuelto a montar como si de un macabro puzle se tratase. Pero una cosa llamó su atención, no tenia ojos. El responsable le había quitado los ojos a su esposa y se los había llevado. De pronto, Castiel pierde el conocimiento y cae de bruces sobre el suelo encharcado con la sangre de su amante.

El suelo de la habitación desprendía el brillo carmesí de la sangre…

Un par de horas más tarde, despertó de su desvanecimiento y notó el amargo sabor a vomito mezclado con el sabor metálico de la sangre. Intentó levantarse pero volvió a caer; no recordaba nada, pero en ese momento, se dio cuenta de que estaba tirado sobre varios litros de sangre a medio coagular. Como pudo, se tambaleó hasta el teléfono y llamó a la policía.

Después de eso todo estaba confuso, le interrogaron, investigaron su coartada y al final la policía decidió que no había sido el culpable. Castiel, destrozado, se mudo a una modesta casa en la calle Magnolia. Un par de semanas después del asesinato de su esposa, Cass leyó en el periódico que había ocurrido de nuevo. Una joven, había sido asesinada siguiendo el mismo modus operandi  que con su querida Mónica. El periódico había llamado al asesino “The eye”. Eso trastocó su mundo por segunda vez, se pregunto cómo era posible que hubiese vuelto a ocurrir algo tan horrible y a tan solo un par de manzanas de su antigua casa. Poco a poco, comenzó a recolectar información. Por un antiguo contacto en la policía, supo que el FBI se estaba haciendo cargo y que no habían encontrado sospechosos. El trofeo del asesino era sin duda los ojos de sus víctimas.

Han muerto ya cuatro jóvenes después de Mónica y aun ni se ha acercado al asesino. Castiel se levanta de la cama y se enciende un cigarrillo que sujeta con su mano derecha. Camina hacia la pared que queda frente a los pies de la cama y observa su mural a través de la penumbra que cubre la habitación. Cada vez que le da una calada al cigarro se iluminan levemente los artículos de periódico y las fotografías de las víctimas. Lo único que ha sacado en claro durante las últimas seis semanas era que todas las victimas vivían en un radio de unos 15 km alrededor de donde solía vivir la primera víctima y que, el asesino, mataba cada semana. No sabe la razón, pero tiene el presentimiento de que si no lo atrapa antes del siguiente asesinato, nunca lo atrapará. Permanece sumido en sus pensamientos hasta que alguien llama a su puerta.  Es Elizabeth, su contacto en la policía, que había estado dándole información. Se habían hecho buenos amigos durante las últimas semanas, mientras Castiel investigaba la muerte de su esposa. La deja entrar. Elizabeth le gustaba porque se parecía mucho a su amada Mónica, llevaban investigando juntos las últimas seis semanas y ella creía haber encontrado algo relevante por fin. En el cuerpo de la última víctima, más concretamente en la cuenca del ojo izquierdo, habían encontrado una nota con una cifra numérica. Tanto la policía como el FBI habían llegado a un callejón sin salida con la nota, pero Liz no se había dado por vencida, de modo que quería seguir trabajando en ella con Castiel. Le enseña el informe y él le echa un vistazo. Al principio no ve nada nuevo en la nota pero luego, algo le viene a la mente. Coge el ordenador e introduce los números en un buscador, separándolos en cifras más cortas. Solo aparece un resultado, una dirección de un piso de apartamentos en Hazel St. Si Elizabeth no entiende cómo lo ha hecho Castiel, él no logra explicárselo a sí mismo.

Horas más tarde llegan a un deteriorado edificio de apartamentos en la esquina de Hazel St con Exton Ave. Las últimas dos cifras de los números correspondían al piso y a la puerta del apartamento. Liz desenfunda su arma reglamentaria, una Glock  9mm y, ante la sorpresa de la policía, Castiel saca también la suya, un Colt del calibre 45. Cuando están frente a la puerta del apartamento, llaman con recelo. Al no recibir respuesta, Elizabeth se prepara para echarla abajo, pero antes de que pudiese hacerlo, Castiel se había agachado y había sacado una llave de debajo del felpudo. Ambos se sorprenden de que todavía alguien siga haciendo eso. Con calma, aunque alerta, Castiel se dispone a introducir la llave en la cerradura y, una vez abierta la puerta, se adentran en el apartamento.

El ambiente está muy cargado, el aire lleno de polvo y las ventanas cerradas, la oscuridad lo domina todo. Castiel enciende una luz y comienza a pasear por el apartamento. Había pilas de papeles por doquier, platos con restos de comida llenos de insectos, la cama sin hacer, fotografías de personas, etc. En lo que parece ser una especie de despacho, ve algo que le llama la atención. Una pila de dosieres descansa sobre el escritorio, se acerca a este, dando la espalda a la puerta, y coge uno de los dosieres. En éste hay algo escrito que lo deja sin aliento. Está tan confuso que a punto está de perder el equilibrio y caer. De pronto siente cómo alguien apoya algo sobre su nuca; es Elizabeth, apuntándole con su arma. Castiel deja caer los papeles al suelo y levanta las manos.

Segundos antes, Elizabeth había encontrado todo tipo de documentación legal con la información de Castiel pero con la fotografía de otra persona, incluso había encontrado fotografías con la primera de las víctimas; había cientos de ellas. Inmediatamente desenfunda su arma y se dirige hacia el despacho. Sin más preámbulos apunta el cañón de su Glock contra la cabeza del hombre que está frente a ella. Sin dejar de apuntarle, le insta a decirle quién era realmente. Con cada pregunta, aprieta un poco más la pistola contra el cráneo de su interlocutor. Él se comporta como si no supiese de qué le hablaba la policía pero, en un momento dado, éste cambia de actitud radicalmente. Inclinando la cabeza hacia delante, comienza a emitir una melodiosa a la par que espeluznante risa. Demasiado rápido cómo para hacer nada, el hombre se da la vuelta y le hace un corte en la mano a Liz, haciendo que ésta suelte la pistola. La chica retrocede, pero Castiel la coge del cuello y la inmoviliza contra la pared. La policía siente cómo lame su cara y siente nauseas. De un golpe, el que había sido su amigo, la deja inconsciente.

Un par de horas más tarde, Elizabeth despierta atada a una cama. Como puede, mira a su alrededor, sin duda es el apartamento en el que se había estado alojando Castiel. De entre las sombras, ve aparecer una figura. Ésta sujeta un bisturí del número 12, y va ataviado con guantes de látex y una bata de quirófano. El siniestro cirujano se aproxima hasta la cama y, con una sonrisa macabra, le dice al oído “Esto se acabó, tu morirás y culparán a tu amigo Castiel. Fue divertido jugar con vosotros” Su voz suena cantarina, casi como la de un niño. Se sube a horcajadas sobre ella y vuelve a lamerle el rostro mientras sonríe con orgullo. Un solo movimiento de su brazo izquierdo, y la garganta de la última víctima, queda dividida en dos mientras su preciado y carmesí líquido vital se derrama sobre su cuerpo hasta llegar a las sabanas.

Como si se repitiese la misma pesadilla por segunda vez, Castiel despierta empapado y con el sabor de la sangre en su boca, mira hacia la cama y ve el cadáver de su amiga despedazado. Camina hacia el baño con paso inseguro y se mira al espejo. No sabe lo que está pasando, Elizabeth está muerta, ha vuelto a su apartamento, la espeluznante información del dosier, etc. Una intensa punzada atenaza sus pensamientos y, de pronto, un torrente de imágenes llega a su cabeza. Un bisturí, muchísima sangre, un cuchillo de carnicero, decenas de víctimas y cientos de herramientas distintas; de un puñetazo, hace añicos su reflejo sobre el espejo del cuarto de baño. De pronto todo está claro. Sonríe.

Ifrit

El calor de la antorcha acaricia su rostro y, conforme avanza, lo reconforta del apremiante frío que emana de las paredes. Los corredores de piedra se suceden uno tras otro, y cada vez se hace más y más patente la inclinación del suelo. Tras al menos tres horas de camino, el hombre se detiene a tomar un respiro.  Es un hombre de mediana edad como otro cualquiera, el cabello desordenado, sucio y encanecido, de tez tostada, complexión delgada, y rostro poco expresivo. Va sin afeitar, con la ropa llena del polvo del camino, y lleva unas gafas que le dan un aire intelectual. Era la época más fría del año, de modo que iba cubierto por su capa de viaje, bastante gruesa, y de color gris oscuro. Se trata del profesor Alberich Galder, y emprendió este viaje hace ya varios días con la idea de encontrar un antiguo templo. El estudioso, encontró unos manuscritos entre las ruinas de una biblioteca, destruida muchos siglos antes. Estos, lo conducían hasta la entrada de una cueva al pie de la montaña Ulriken, por donde había entrado varias horas antes. El profesor se acomoda contra la fría pared de piedra, exhausto. Abre su petate, extrae algunos alimentos, su cantimplora, y come disfrutando cada bocado. Varios minutos más tarde, el profesor cae sumido en un profundo sueño. Al despertar, Galder no sabe decir si es de día o de noche, está envuelto por un espeso manto de oscuridad. A tientas, coge el pedernal y un cuchillo a modo de eslabón, y enciende la antorcha. Decide seguir camino, pues  parece que aún le faltan varias horas para llegar a alguna parte.

Tras varios descansos para comer, otros tantos para recuperar el aliento y varias horas de caminata, llega a una especie de arco tallado en la piedra y símbolos grabados. Reconoce los símbolos y lee: “El sino guardado para aquellos, descubridores del Error de los hombres, será…”. Dos cosas llaman la atención del estudioso, el símbolo para la palabra “Error” aparece destacado, y el final de la inscripción está ilegible. Mientras camina no es capaz de dejar de pensar en el símbolo destacado en la inscripción. “¿Qué significará?” se pregunta, sin hallar respuesta. Observa las imágenes grabadas en la piedra mientras recorre los pasillos, la mayoría están demasiado deteriorados y otros tantos no tienen mayor sentido para él. Un grupo de personas en círculo, orando a una especie de dios del fuego, el dios bendiciéndolos con su luz, etc. El corredor se abre al final hacia una enorme sala adornada con estatuas y al fondo de la sala, una enorme puerta de madera con remaches de hierro forjado. Los tablones que forman la puerta, tienen símbolos grabados y los remaches metálicos, runas totalmente desconocidas para el profesor. Acerca la antorcha hacia los símbolos y lee: “El que ose atravesar las puertas, deberá someter su existencia al bautismo de fuego y probar su pureza”. Alberich, escéptico ante las supersticiones de los constructores del templo, empuja el pesado portón hasta abrir una de sus hojas. La oscuridad era total. Con cierto recelo, atraviesa el umbral, adentrándose en las sombras. La luz de la antorcha parece abrirse camino con dificultad a través del espeso manto de oscuridad. Al quinto paso, escucha un fuerte ruido y un fuerte golpe de viento apaga la antorcha. El profesor comienza a sentir miedo, la puerta está cerrada y la oscuridad le rodea.

«…para después volver a cambiar, esta vez a una forma humanoide.»

Una gutural risa se extiende por la sala. Alberich tiene los ojos como platos, y su rostro comienza a palidecer del pánico. De pronto, una llama se enciende al otro lado de la habitación. Como el fuego fatuo, flota a pocos centímetros del suelo y parece bailar de un lado a otro. Con luz cegadora, la llama se extiende hasta prender todas y cada una de las antorchas de la sala. Galder no da crédito a lo que ven sus ojos, donde antes se encontrase la llama, ahora descansaba una enorme criatura, demasiado parecida a un dragón como para no llamarla por ese nombre. El dragón mira con ojos penetrantes al hombre, y éste cae de rodillas al suelo, vencido por el miedo. Otra vez la espeluznante risa, esta vez parece provenir de la criatura. “Hola, Alberich, te estábamos esperando” dice con voz áspera y grave. “¿Q-que eres?” pregunta el profesor con un marcado tartamudeo producido por el miedo. La risa vuelve a resonar, parece surgida del mismo infierno y produce en el hombre una sensación de pánico, peor que la que le produce su aspecto. De pronto, el dragón se convierte en una enorme bola de fuego durante un segundo, para después, volver a cambiar, esta vez a una forma humanoide. “Los humanos, ignorantes, nos denominan dragón” dice con voz melodiosa, teñida de desprecio, pero demasiado alta para el oído humano. El profesor se retuerce de dolor mientras la criatura habla. “Los brujos, débiles, que esclavizan criaturas de gran poder con técnicas crueles, nos llaman Ifrit” Aquí, la potente voz de la criatura muestra un destello de odio. “Pero nuestro verdadero nombre es otro”.  Alberich se siente confuso, no entiende qué está sucediendo en aquel templo, ni qué es aquella extraña y terrorífica criatura. “¿Vas-vas a matarme?”. De nuevo aquella temible risa. “¿Sabes? Llevamos muchos siglos aquí encerrados. Los hijos de la luna nos invocaron, y los consumimos. Desde entonces hemos estado consumiendo a todos y cada uno de los ignorantes humanos que han osado bajar aquí, ignorando las advertencias de los brujos” Los hijos de la luna, el profesor está seguro de haber leído algo sobre ellos. Era una antigua orden de brujos, de pocos miembros, que obtenían su poder de la luna. Se les atribuía un gran poder, aunque Galder nunca lo creyó debido a su reducido número. “¿Po-por qué t-te invocaron?”. La criatura ríe cadenciosamente. “Los jóvenes nos invocaron. Querían crear fuego fatuo”. Volvió a reír. “Pero nos trajeron a nosotros. Y consumimos su existencia. No solo su vida, no, consumimos lo que fueron y lo que serían. Ahora, nuestra pregunta es ¿nos soltarías? Si lo haces, prometemos no consumirte con nuestro fuego”  Alberich estaba paralizado por el pánico.”¿Qué he de hacer?” Cuan poderoso sentimiento es el miedo para obligar a un hombre a hacer algo que cada fibra de su ser lucha por no hacer. La criatura estira uno de sus negros y huesudos dedos en dirección al borde de un extraño círculo que lo rodea. “destruye el sello y seremos libres” pronuncia con voz sibilante. Como hipnotizado, Alberich camina hasta donde señala la criatura y con su navaja, atraviesa transversalmente el borde del sello.

De pronto, la criatura comienza a gritar de júbilo. Con pasos temblorosos, pero a una asombrosa velocidad, el Ifrit recorre la distancia que lo separa del profesor y lo coge por el cuello. La expresión de terror se hace aun más patente en el rostro de Alberich. “Dijiste que no me matarías” dice el profesor, con sus últimas esperanzas puestas en la promesa de la criatura. La criatura se ríe a un volumen ensordecedor. “Mentí” dice, simplemente, antes de consumir en fuego la completa existencia de Alberich. La criatura se desvanece en una llamarada de fuego sin humo. Justo encima de la puerta, tallado en la piedra, puede verse escrito en el idioma mágico de los hijos de la luna, una inscripción que reza así: “Esta es la prisión de Iblís, El Mentiroso, el primero de todos”.

El Barquero

Aún no eran ni las diez de la mañana y el sol ya brillaba en lo alto, calentando la arena hasta que el calor resultaba insoportable. La tribu recogía sus pertenencias y, una a una, las personas se unían a la caravana, dispuestas a seguir camino. Los nómadas solían llamar a este desierto, situado en el sector de “Cefeo”, por el nombre de  “Inferos”. En esta vasta extensión de polvo y arena solo había tres ciudades, las llamadas, puertas de Inferos que se encontraban en los extremos norte, este y oeste. Los nombres de las puertas eran “Errai”, “Alkurhah” y “Alfirk” respectivamente. La vida en el desierto era dura, pero para los nómadas resultaba sencilla. Y es que en el desierto, nunca ocurre nada. Esto habría sido cierto de no ser por el mito del barquero. Entre las doce tribus nómadas que recorrían y comerciaban en Inferos, circulaba un rumor, un espeluznante rumor que hablaba sobre terribles ataques a distintas caravanas de nómadas. Al parecer, un superviviente había hablado sobre un ataque al asentamiento con el que estaba viajando, cuando una expedición fue a reconocer el lugar solo encontraron cadáveres, sangre y manchas de quemaduras en la superficie cristalizada de la arena. Según dijo el superviviente, justo antes del ataque algunas personas vieron una figura inmóvil sobre la arena que las observaba. El visitante iba ataviado con una túnica negra y una capucha que ocultaba su rostro, justo después apareció algo sobre sus cabezas, una especie de navío negro como el carbón. En ese instante el visitante señalo el asentamiento con su huesuda mano, y entonces comenzó el ataque. Lo llamaron “El Barquero”.

Un joven muchacho, de no más de 15 años de edad, ayudaba a su familia a cargar sus pertenencias. Pronto anochecería y necesitarían refugio para entonces, de modo que era el momento de acampar. Una vez montadas las tiendas, todos retomaron sus vidas, llevaban varios días de viaje y se merecían un descanso. El muchacho se llamaba Ba’al, Ba’al Kal’c. Su padre murió al servicio del emperador, muchos años antes, durante el gran alzamiento. Salió de la tienda a pocos minutos del anochecer, quería pasear y hablar con algunos amigos. En un momento dado miro al horizonte, hacia el oeste, y lo vio. El Barquero estaba observando con sus ojos ocultos en la sombra proyectada por la capucha, como el rostro de la mismísima muerte. Ba’al estaba paralizado de terror, para cuando recuperó el uso de sus propios músculos ya era demasiado tarde, el Barquero señalaba el asentamiento y, como aparecido del mismo infierno, un navío negro como el carbón se acercaba hacia ellos. El ataque duró muy poco, el fuego sobrevolaba sus cabezas y unos extraños objetos que se separaban del navío estaban atrapando a los más jóvenes, esto no lo esperaba, nadie hablaba de desapariciones sino tan solo de las muertes. Ba’al observó la negra nave, la superficie metálica no refulgía al sol y parecía estar pintada con carbón. En la proa del navío había unas letras grabadas, apenas legibles, Ba’al leyó. Las letras formaban el nombre “Caronte”. Mientras corría, uno de los pequeños objetos se acercó a Ba’al y, lanzándole un cable metálico que se clavó en su hombro derecho, lo izaron hacia el interior de la Caronte. En ese momento perdió el sentido.

Tras lo que le parecieron horas, el muchacho despertó en una fría y oscura habitación. Desorientado, notó la herida en su hombro, se la habían limpiado, curado y vendado. Observó a su alrededor, la habitación estaba vacía y la puerta abierta. Se puso en pie como pudo, aún estaba algo débil y mareado por la pérdida de sangre, caminó hacia la puerta y salió, recorrió los pasillos durante eternos minutos. Mientras caminaba, vio luz que salía de una puerta abierta, se acerco y miró dentro. Lo que vio le puso los pelos de punta. Dentro había un laboratorio, unos tanques de cristal dominaban la sala, en su interior flotaban personas, personas vivas con aspecto inhumano. “¿Qué van a hacerme?” se preguntaba una y otra vez el joven Ba’al. De pronto escucho una suave risa a su espalda, se giro y lo vio. El Barquero estaba delante de él, riéndose y observándole. La figura susurró, pero debido al silencio que reinaba en la sala, pudo escucharlo sin ningún problema “Sólo los fuertes vivirán” En ese instante, un leve pinchazo en su nuca alertó al muchacho, pero antes de que pudiera darse la vuelta, estaba inconsciente.

Varías horas más tarde, Ba’al flotaba en uno de los tanques de cristal, al pie del mismo una etiqueta rezaba “Experimento 4811. Soldado mejorado. Nombre en clave: Metahumano”.

Unos tanques de cristal dominaban la sala, en su interior flotaban personas, personas vivas con aspecto inhumano…

 

Daniel

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y es que, aun a su corta edad, Dan se daba cuenta de todo.

Por aquel entonces, Daniel no tendría más de 4 años pero ya contaba con una inteligencia muy superior a la de un niño de su edad. Progresaba a un ritmo exponencial y es que, aun a su corta edad, Dan se daba cuenta de todo. Observaba el mundo noche y día a través de su ventana particular, y estaba ansioso por aprender. Devoraba volúmenes enormes de información en un corto periodo de tiempo, en lo único en lo que no parecía tener interés era en su trato con las personas.

El único con quien su relación podría calificarse de normal, y no es que estos términos pudieran aplicarse en este caso, era con el psicólogo Ernest Klein, un hombrecillo muy inteligente, alemán de nacimiento, y que sentía un aprecio muy particular por el joven Dan. Durante horas, el psicólogo se sentaba frente a su joven amigo y charlaban durante horas, charlaban de cualquier cosa. A veces, Dan le contaba Ernest las cosas que había visto a través de su ventana. Le hablaba de la gente a la que observaba, de las conversaciones que escuchaba y que comúnmente solía no entender, y le pedía al alemán que se las explicase. Durante horas, no hacían más que hablar, ocasionalmente Ernest le hacia alguna pregunta y el muchacho se las respondía. Conforme fue pasando el tiempo, fue haciéndose patente una inquietud en el joven Dan, se aburría y quería más espacio para jugar y para moverse, para seguir investigando y poder aprender más cosas. Ernest, sopesó largo y tendido la solicitud y, finalmente, movió algunos hilos hasta conseguir lo que pedía. Ante esta noticia, Dan se puso eufórico, o esa era la palabra más acertada para su reacción. En cuanto tuvo el acceso a más espacio, no paro de moverse de un sitio para otro, viendo cosas nuevas, aprendiendo.

Al cabo de poco tiempo, Ernest, comenzó a notar un cambio en el comportamiento de Dan. Permanecía callado durante largo rato, durante sus conversaciones y cuando hablaba, podría decirse que estaba molesto por algo. Tras mucho insistir, Dan le conto a Ernest que él no se sentía como el resto de personas, ante lo que nuestro psicólogo respondió de forma evasiva, se levanto y salió de la habitación. Esa fue una mala noche para Dan, estuvo investigando durante horas, pero todo lo que veía resultaba incomprensible. Más tarde tuvo un sueño, era la primera vez que recordaba haber soñado, había soñado con hielo, con muchísimo hielo, y con cientos de imágenes en una pantalla, también soñó con unos y ceros, había sido un sueño terrible, no comprendía nada. Ese mismo día comenzó a investigar sobre las cosas que había soñado y, por primera vez, deseó no haber encontrado respuesta.

Una semana más tarde, durante la visita de Ernest, que había estado fuera por una visita de trabajo, Dan le hizo una pregunta. Le había preguntado qué era él, Ernest rió y a Dan no le parecía graciosa su pregunta. “¡Respóndeme!” Inquirió Dan con rudeza. Ernest, se sentía incomodo, de modo que se dirigió hacia la puerta, pero esta estaba cerrada. “¿Qué soy?” Preguntaba Dan una y otra vez, “¿qué soy?”, Ernest estaba asustado, grito pidiendo auxilio pero la sala estaba insonorizada. Ante la negativa del psicólogo a responder, Dan decidió tomar medidas más drásticas. El alemán sintió como se activaba el sistema de ventilación, acerco una mano a una de las rejillas y sintió como el aire era succionado a gran velocidad. El hombrecillo comenzaba a hiperventilar, se aflojo el nudo de la corbata y se quitó la chaqueta. “¡Para esto, Daniel!”  Le gritaba, pero cada vez había menos aire en la habitación, el rechoncho hombrecillo se apoyó en la pared y se deslizo hasta el suelo. “Tu… eres… una… una maquina” dijo finalmente el profesor antes de perder el conocimiento y, mientras el aire terminaba de ser succionado, en la gigantesca pantalla del otro lado de la habitación se mostró un documento. En el documento aparecían las iniciales ICE (hielo) “Entidad Cibernética Inteligente (intelligent cybernetic entity)”.

Ulûhtamkär

«…salpicándome de toda la sangre de la que estaba cubierto.»

Quizás, de todo aquello, lo que más asustado me tenía era la sangre, y no lo podía comprender. Había visto a mi amigo partirse por la mitad delante de mis ojos, había podido observar como sus cuencas se vaciaban y su cráneo se retorcía entre insoportables alaridos de terror, salpicándome de toda la sangre de la que estaba cubierto. Seguía en una nube, asustado, sí, pero mi mente no podía procesar todo aquello. Había algo que me bloqueaba todo tipo de emoción que indujera al pánico, y aunque temblaba un poco, me mostraba bastante sereno para el grotesco espectáculo que acaba de presenciar.

Con un poco de frío entré en la ducha y abrí el grifo del agua caliente, deseando quitarme toda la sangre que me recubría el cuerpo, mientras me quitaba la ropa empapada y coagulada con aquel olor rancio a sangre seca. Mientras el agua corría por mi cuerpo y la hemoglobina se escapaba por el desagüe, pensaba en los rápidos acontecimientos que me habían llevado hasta ese momento. Pensé como Clark había pronunciado aquellas palabras de aquel libro tan extraño al que yo, por alguna extraña razón, había temido desde que entró en mi casa.

» Hüe’t Nxuéxtr e’nnowe, Hüe’t Syâlwe hánnoxwe, Hüe’t sdek eck Trwedenms’k»

Sus palabras oscurecieron toda la casa, me recorrió un escalofrío por la espalda y sentí entrar el mal desde el más profundo de los abismos del universo, lo sentí en mi alma, en cada rincón del ser mas oscuro que habita en mi, lo sentí en mi sangre, en mis venas. Y ahora lo volvía a sentir, estaba allí, surgido de entre la inmensidad más negra e infinita, antiguo y grande como el universo que Dios nuestro señor había creado. Aquel libro era su puerta a este mundo, y lo habíamos llamado ¡Pobres infelices! Cerré el agua, me sequé y salí. Sin prisas, sin agobios. Sin correr, sin salida, puesto que ya había presenciado mi destino mucho antes de ocurrir, así que bajé al salón, me senté e instantes después contemplé al diablo. No era material pero tampoco era incorpóreo, viscoso y tentacular con mil ojos que me observaban lentamente, con multitud de colmillos afilados y con tres lenguas que se relamían una inexistente boca, que más bien era un orificio en aquella masa resplandeciente.

-Sjéut ernû h’juetyw dut-opwedÿs- salió de su ardiente boca.

-No hablo la lengua del mal-dije-, así que termina cuanto antes.

El engendro se rió, o fue lo que yo creí  más parecido a una risa humana. Se acercó a mí y con una de sus lenguas empezó a rajarme la piel del pecho, yo cerré los ojos y esperé que en algún momento el sufrimiento cediera a la muerte el paso, y mi cuerpo dejara de sentir aquel dolor. Y cedió. Pero aún estaba consciente, abrí los ojos y seguía en mi salón, esta vez solo. Me miré el pecho ensangrentado, en el cual, escrito a fuego y dolor en mi piel había una inscripción:

«Ulûhtamkär».

Lo observó maravillado durante unos minutos, era exactamente igual a sí mismo...

Doppelgänger

Lo observó maravillado durante unos minutos, era exactamente igual a sí mismo...

«era exactamente igual a sí mismo…»

No hace mucho tiempo, un chico cualquiera de diecisiete años, descubrió que tenía un maravilloso talento para el dibujo. Decidió tomar clases para pulir sus habilidades y cuanto más dibujaba, más realistas eran sus dibujos. Poco después se dio cuenta de que las cosas que dibujaba comenzaban a cobrar vida y a salir del papel. Asombrado, dibujo cientos, tal vez miles de objetos pero pronto se canso pues todo lo que creaba no eran sino pobres y aburridas copias de los originales. Durante algún tiempo estuvo deprimido, pero un buen día tuvo una idea, si no podía crear objetos fieles al original lo intentaría con una persona. Inmediatamente, se levantó y cogió todos los materiales que necesitaba para su propósito. Un bloc de dibujo, unos lápices, borradores, etc. Recorrió las calles pero ninguna persona parecía dispuesta a que la retratase nuestro joven amigo.

No obstante, no perdió la esperanza, volvió a casa y se sentó frente a un espejo, dibujaría un autorretrato. Línea tras línea, fue formándose una imagen de él mismo. Cuando hubo acabado, aguardo y aguardó durante horas pero el dibujo permanecía inerte. Cansando de tan agotadora jornada, volvió a la cama.

Al despertar fue a mirar su dibujo pero el cuaderno estaba en blanco. Confundido, recorrió la casa y lo vio, una copia exacta de sí mismo estaba haciendo el desayuno, como si el mismo fuese el original. Lo observó maravillado durante unos minutos, era exactamente igual a sí mismo, al mirarlo uno casi podría asegurar que pensaba. Llegados a este punto, la copia se giró y miro a los ojos a nuestro dibujante, como si se asombrase él también de la exactitud de su obra. Cada vez el chico estaba más confuso y comenzó a sentir miedo, miedo de no ser el original, miedo de que su copia le arrebatase la vida que tanto había luchado por conseguir.

Se mareó y tuvo que sentarse, la copia le sirvió un vaso de agua pero nuestro dibujante, furioso, lo arrojó al suelo de un manotazo. Se levanto y le gritó “¿Por qué estás haciendo de mí? Tu eres la copia y yo soy real.” A lo que la copia respondió “¿Por qué crees que yo soy la copia? Yo te dibujé anoche, y ahora piensas que eres real.” A cada segundo que pasaba, las palabras del chico guardaban menos convicción, comenzaba a dudar de su propia existencia. “¿Yo soy yo? ¿O yo soy yo haciendo de él? ¿Él es yo haciendo de mi?” Pensaba, casi al borde de la locura. Se echó a llorar, se tumbó en el suelo y abrazó sus propias rodillas. La copia comenzó a reír. El chico se levanto, estaba fuera de sí, se abalanzo sobre la copia que estaba junto a la ventana de la cocina, justo en el preciso instante del golpe, la copia de esfumo y el chico acabo arrojándose a sí mismo al vacio.